“De la felicidad no sabemos de cierto
más que la vastedad de su demanda”.
FERNANDO SAVATER, El contenido de la felicidad
PERLA CRESPO-IZAGUIRRE
Hace un tiempo mandé una opinión a una revista sobre este tema. Era una edición especial sobre la felicidad y querían que varias personas escribieran su parecer al respecto e hicieran reflexiones sobre si existe o no.
¿Existe la felicidad? Esa pregunta me retrotrae a uno de los editoriales más famosos de Francis P. Church, director asistente del diario «The New York Sun» y que fuera publicado en diciembre de 1897 con el título “Sí, Virginia existe Santa Claus”.
Sí, sí existe la felicidad. Pero la verdadera felicidad no es prefabricada como esa que nos venden las novelas de rosas, las películas o las canciones. Tampoco es necesario hacer un esfuerzo sobre humano o tener fórmulas mágicas para conseguirla. No. Ser feliz está al alcance de todos.
El problema con ella es que es como una voluta de humo. Es inasible, pues la felicidad solo podemos (o sabemos) disfrutarla en la medida de su transitoriedad. Freud en “El malestar de la cultura” afirma con toda razón que “estamos hechos de forma que solo podemos gozar intensamente de un contraste y no de un estado de cosas permanentes”. He allí la paradoja. ¿Por qué nos obsesionarnos en buscar el pájaro azul de la felicidad, cuando una vez que lo encerramos en una jaulita de oro, parece no servirnos más que para adorno?
«Sin duda, la felicidad no es una dádiva que recibimos por designio divino. Dependiendo del cristal con que se mire, puede ser una lucha constante o una decisión de vida».
La respuesta a esa paradoja se halla en nuestra propia naturaleza como seres humanos. Inconformes como somos (unos más que otros, claro) hombres y mujeres solemos ver más atractiva la felicidad cuando está en otra parte. Entramos así en el círculo vicioso de la comparación: los que son más ricos que nosotros; los que viven en otros países; los que son más bellos; los que son más inteligentes o los que tienen otras razas, son más felices que nosotros. Es entonces cuando, como en la fábula del Zorro y las uvas, dejamos de apostar por ella, porque hallarla es más fácil para otros o simplemente porque no “es mi destino”.
Sin duda, la felicidad no es una dádiva que recibimos por designio divino. Dependiendo del cristal con que se mire, puede ser una lucha constante o una decisión de vida. Particularmente, me inclino por esta última. Uno decide cuánto te afecta la vida o cuánto se aprende de ella.
Cuando tomamos la responsabilidad de la felicidad en nuestras manos, sabemos por ejemplo, que las personas, las cosas, los trabajos, las relaciones, los países y todo lo que nos circunda son solo accesorios para que ésta se cristalice, porque el deseo de ser feliz y el entusiasmo que genera está dentro de nosotros mismos y no fuera.
Pienso que se puede aprender a ser feliz, pero nadie dice que sea fácil. Este aprendizaje exige constancia, introspección, curiosidad y una fuerte dosis de autoconocimiento, pero también requiere de confianza, autodisciplina y flexibilidad ante los cambios, que es lo único constante en el universo. Según dice el Dalai Lama en “El arte de la felicidad”, “el primer paso en la búsqueda de la felicidad es aprender, aprender las emociones y conductas que nos hacen sufrir y las que nos hacen sentirnos dichosos”.
¿Cuáles son esas emociones y conductas? Cada quien carga con su saquito individual al hombro, y es por eso que las recetas para la felicidad no existen. La felicidad no es una abstracción, un mito o un misterio divino. Es un estado de ánimo real congruente con las ganas de hacer de esta oportunidad única llamada vida algo lo suficientemente placentero como para suspirar al final de la misma y decir “confieso que he vivido”. Así que si alguna vez hemos tenido duda de su existencia, solo basta con atreverse a limpiar la casa, abrir las ventanas y dejarla pasar aunque sintamos que entra y sale a su conveniencia.
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